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Cómo llegan ciertas personas de clases medias urbanas a inclinarse sin pudor a la derecha, cuando hace poco menos de 8 años coqueteaban con un discurso de izquierda al canto de “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. (No voy a definir el concepto de clase media, que cada lector se haga la idea que porte y le cuadre al desarrollo de este texto.) La respuesta radica quizás en la mejora de la calidad de vida de estos sectores, que provocan una suerte de amnesia instantánea, muchas veces traducida es desmovilización. Sin embargo, es extraño. Haciendo una genealogía posible de muchas familias de clase media porteña, muchos de los trabajadores de hoy son descendientes de los trabajadores de ayer. Ellos y ellas fueron quienes vivieron arduas jornadas de lucha a principio de siglo XX, en contra de la estigmatización, la represión, la deportación, el desprecio, el racismo, la xenofobia, la tortura, el paredón. Fueron quiénes vieron como el Tte. Perón se desvivía por tenerlos de su lado, sabiendo del poder de la clase unida, y fueron quiénes decidieron seguir ese camino porque no veían ningún otro. Quiénes vieron a tantos y a tantas morir en manos del terrorismo de Estado. No deja de ser llamativo también como el caudal de luchadores fue reprimido con éxito y ha renacido cada vez que pudo. Pero lo más extraño de todo es ver a los hijos negar la historia de sus padres. Mofarse de los mecanismos de lucha que generaron las facilidades que hoy muchos de ellos y ellas tienen, como si se hubiera tratado de un proceso terminado, de una guerra concluida. De dónde viene la negación de muchos y muchas, por qué no se reconocen en su propia historia.
Es fácil echarle la culpa de la despolitización a las dictaduras. Sobretodo porque la tienen. Tampoco debo olvidar a empresarios, patrones, especuladores, a los políticos a su servicio, y a demás jugadores del casino capitalista. Pero animándome a ahondar un poco más en la fauna que lucha a favor del status quo, hay que resaltar la influencia decisiva de los medios masivos.

Los medios, los miedos...
La clase miedo se caracteriza por su falta de identidad. Hay una parte de ella, de la que nos vamos a ocupar en esta oportunidad, que no quiere pertenecer a la clase trabajadora, no se reconoce en su condición de explotada. Se suponen a sí mismos/as en un lugar de responsabilidad y de sensatez, de cumplimiento del deber, de aceptación de una realidad naturalizada. Y, para evadir el sufrimiento que implica saberse oprimido/a, le buscan atractivos a su destino, trabajando de lo que “les gusta”. Les proponen una carrera, quieren ser “más”, “subir”, “ascender” en un tiempo-espacio que no existe más que en sus imaginarios. Una fantasía de superación casi mística que poco tiene que ver con la superación personal sino más bien con el qué dirán. Se siente “menos” que la clase “alta”, sufre un complejo de inferioridad, de “no ser” que la conduce a una competencia feroz de egos. Le da terror ser un completo desposeído (no sólo de los medios de producción, que ya los resignó… se conforma con las migajas del consumo, una pequeña propiedad privada, una probadita). Personas que se sienten afortunadas viviendo de prestado, mientras el señor capital les permite… más cuando la tormenta de la palabra crisis se empieza a oír llegar, ahí la clase miedo se vuelve una fiera.
“Que la crisis la paguen los otros”, dicen furiosos, mientras buscan desesperadamente un culpable en la otredad. Vuelve el “algo habrán hecho”, vuelve el imaginario del alumno bien portado, del buen perro que recibe su galletita a fin de mes en la caja de ahorros. Subversivo el que protesta. Vuelve el demonio rojo. Se activan los mecanismos del terror guardados en la memoria colectiva como el miedo a la desocupación, el miedo a la represión, el miedo a la segregación social. Se activa la violencia que el miedo puede implicar. Dicen entonces “El trabajador que protesta me pone en peligro, quiere el mal de todos. Incomoda a los patrones. Incomoda a los gobiernos. Incomoda a los transeúntes. Al fin de cuentas, parece ser un egoísta, sólo se preocupa por sí mismo. En cambio yo, no ayudo a nadie, pero tampoco jodo a nadie. No hablo con nadie, no me relaciono con nadie, no confío en nadie, no creo en nada, no pienso nada… consumo, eso sí, gracias a Dios.”

Perdón, ¿Gracias a quién?
Y si, es que ya estamos todos. Está el obispo, está el rabino, están los dueños de las vacas, los dueños de las minas, los dueños de la soja, los dueños del poder, los dueños de la información… no podíamos dejar afuera a Dios, el dueño de los miedos.
El noticiero abierto las 24 horas (haya noticias o no las haya) titula “Piquetelandia”, después de no aflojar en cada jornada con los policiales y con los latiguillos de “ya no se puede salir a la calle”. No salgan a la calle, no tomen la calle. La calle es para ir “de la casa al trabajo, y del trabajo a la casa.”

La criminalización de la protesta
Y finalmente llegamos al culpable. El que protesta es un criminal.
Trae palos. Se cubre la cara. Viene en patota. Tira piedras. Corta la calle, la avenida. Impide el paso. Canta. Grita. Hace ruido. Interviene. Pinta las paredes.
No quiere negociar. Está encaprichado. Quiere que lo escuchen ya.
No importa la razón, no importa la privación, no importa la injusticia que genera la reacción.
"Estos paros fastidian a la gente que llega tarde a laburar, los chicos que llegan tarde al colegio o madres que pierden un turno para el médico", dijo un funcionario porteño (La Prensa, 07-10-2009)
Se hace creer que la protesta es un acto sin sentido, un sin-sentido que ocurre esporádicamente con el fin de llamar la atención. Se hace creer que no molesta a quienes tiene que molestar, sino que perjudica a los pares, a los trabajadores “adaptados”, a los que luchan solos por la ansiada movilidad social.
Pareciera ser que en la actualidad el trabajador es un empleado, que no sólo no exige por sus derechos, sino que se autocensura y se autolimita por miedo.
Pero si los empleados somos tan adaptados por qué tanta obstinación en volver la huelga una ilegalidad. Por qué encarcelar sistemáticamente a militantes de izquierda. Por qué mandar patotas de lúmpenes a atacar cobardemente a obreros en huelga. Por qué apelar a los golpes bajos como “las madres pierden un turno para el médico”, “las ambulancias no podrán pasar y alguien podría morir por culpa de los piqueteros”.
Por qué, si al fin de cuentas sólo se trataría de un grupito insignificante que molesta, pero que no tendría incidencia en la población. Si nadie se habría puesto a pensar… No, eso nunca pasó. Y nunca volverá a pasar.
La protesta es una conquista luchada que ganaron quiénes nos precedieron, muchos murieron sólo por la libertad de expresarse.
La protesta es peligrosa para quienes detentan el poder, quienes necesitan orden para el progreso, pero jamás será criminal. Aunque la declaren ilegal. Aunque cierta clase media se muera de miedo y no le quede otra opción que enfrentarse con la realidad en cada marcha, en cada protesta, en cada piquete, en cada huelga. Las voces no se callan.

Revista (de)Construir
Pensamiento Libertario Periférico

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